Oficios

La primera nómina conocida de los oficios que desempeñaron los madrileños durante la Edad Media aparece en el Fuero de 1202. Casi la cuarta parte de los profesionales que menciona son artesanos que trabajan en los sectores básicos textil, del cuero, construcción y metal. Más de la mitad del artesanado madrileño estuvo establecido en el arrabal de San Ginés, junto a la puerta de Guadalajara y plaza del Arrabal (actualmente, Plaza Mayor), focos medievales de la vida comercial en Madrid. Una cuarta parte, en la colación de San Miguel de los Octoes, ya intramuros pero lindante también con dicha puerta. Y en un porcentaje mucho menor, en la colación de Santa María.


ACEITEROS

Durante el siglo XV los olivares de la comarca madrileña no eran suficientes para abastecer de aceite a la villa, y estaba permitido traerlo de otros lugares, aunque en ocasiones se ponían limitaciones por la poca calidad de algunos. En 1498 se habla del aceite que se trae «del Alcarria e Torrijos e Valencia e Úbeda e Baeza e Écija e otros qualesquier lugares ecebto Sevilla», y tres años después se da licencia a «Alonso Martínez, azeitero, para que saque el azeite que traxo del Andaluzía a vender fuera de la tierra, tanto que non lo venda a ningún vezino desta Villa ni de su tierra, porque es malo e de mal olor».

También los que vendían aceite eran obligados del Concejo, disfrutando así de ventajas sobre los que vinieran a venderlo de otros lugares de la comarca. Ellos lo cobraban a un precio que rondaba las cinco blancas por panilla, mientras que estaba regulado que «si alguno viniese de fuera parte e quisiere vender (...), que lo pueda vender baxando vn corrnado en cada panilla».

Durante una larga época el aceite se despachó en siete tiendas, repartidas entre la villa y los arrabales, de las que se ocupaban Cristóbal Donaire, Alonso Martínez y Juan García, con la obligación, además, de tener «un onbre con una jarro por la Villa». Tres de ellas estaban en la plaza del Arrabal, y las otras cuatro se repartían entre la plaza de San Salvador, el «pilar», el arrabal de San Ginés y la casa del propio Juan García. Si eventualmente se cerraba alguna de ellas, las quejas del vecindario rápidamente forzaban su reapertura. Así sucedió en 1514, cuando el procurador y el sexmero de pecheros «requirieron (...) que porque los obligados al azeite an quitado dos tiendas de la plaza (del Arrabal) que tenían, y dizen los obligados que fue con licencia del regimiento (...), que les piden (...) que, porque ay muchos quexos de muchas personas que van por azeite, de no hallar las tiendas donde fasta aquí las a avido sienpre, que manden que no se muden de la dicha plaza e las torrnen donde antes estavan (...), pues se obligaron de dallas en la plaza».


ALARIFES, ALBAÑILES Y FONTANEROS

Los oficios que dieron mayor prestigio y reconocimiento a los musulmanes madrileños fueron los de alarifes, albañiles y fontaneros, y hasta finales del siglo XV recayó sobre ellos la casi exclusiva responsabilidad sobre todas las obras relativas a puentes, manaderos de agua y fuentes.

Hasta 1478, año en que murió, fue alarife de la villa Abdalá de San Salvador, sucediéndole entonces en el oficio su hijo Abraén de San Salvador. En 1480, por jubilación forzosa de Juan Sánchez, alarife cristiano que compartía el trabajo con éste -«por quanto (...) es muy viejo e sordo e non puede servir el dicho oficio»-, le sutituyó Mahomad de Gormaz. Al morir éste, su puesto se lo disputaron su hermano Abraén de Gormaz y maestre Jucuf, consiguiéndolo finalmente aquél en 1482. El oficio, como queda patente, estaba siendo monopolizado por los mudéjares, y el Concejo, receloso, ordenó que también se nombrase «por alarife con los susodichos, porque aya un cristiano con ellos, a Bartolomé Sánchez (...), y diéronle aquel mismo poder que los otros alarifes tienen». Junto a éstos trabajó maestre Hazán, el cual, sin embargo, no aparece en los documentos como alarife de la villa.

En la obra de la cámara nueva del Ayuntamiento se menciona a «los moros alarifes» y a «los moros que tienen el destajo de las manos», y se nombra, en concreto, a maestre Jucuf y a Abraén de San Salvador, que se encargaron de reparar las goteras que la cámara producía sobre la nave de la iglesia de San Salvador. Este último aparece también en la construcción del manadero que hubo en la plaza de la Cebada; hizo en 1494 «un edificio para quell agua del arraval nin de la cava no entre en la Villa por la Puerta Cerrada, e que dure sin reparo alguno que la Villa haga, salvo quél lo tenga reparado por (...) diez años»; y junto a Mahomad de Gormaz trabajó en las obras que a partir de 1480 se realizaron en los puentes de Toledo y de Segovia.

En este último, Abraén de San Salvador tuvo que reparar, entre otras labores, «un arco questá quebrado en la puente segoviana e igualar las yjadas con la corona del dicho arco, e acrecentar la puente veinte pies hazia el cabo de la Villa, e sus hazeras de cal e canto, e lo de enmedio de guijo e arena». Por contra, consta también que en 1484 los regidores «dixeron al dicho señor corregidor (...) que los dichos maestre Abraén e maestre Mahomad tomaron (...) a fazer a destajo la lavor de las puentes toledana e pontecilla del Estanque (...), la qual dicha obra (...), por non aver sido fechas por los dichos maestros derechamente (...) e por vicio dellas, se cayó e está cayda cierta parte de la dicha obra; que les apremie e mande (...) que lo torrnen a rrehazer e rreparar de nuevo la dicha obra».

Por su parte, maestre Hazán trabajó en la obra de la carnicería nueva de San Salvador, construida antes de 1480, y, sobre todo, fue el artífice del hospital de La Latina, construido entre 1499 y 1504; su portada se encuentra hoy junto a la entrada de la Escuela Superior de Arquitectura.

Afortunadamente, se ha conservado el texto de las ordenanzas de Policía Urbana que se recopilaron en 1500. En ellas se especifica con gran detalle la calidad que han de tener los ladrillos y tejas que se utilicen en la construcción: se ordena que «quales quier que fizieren tejas o ladrillos o adobes para vender en madrid (...) que los hagan de buen barro e bien sazonado (...), bien enpajados e bien cochos los ladrillos y tejas, e bien enxutos los adobes, e sean de buena gredilla, la qual les den los alarifes dela dicha villa (...). Y por quanto las gredillas delos ladrillos son de madero y se gastan al rraer, por ende los fieles rreqieran selas dos o tres vezes al tienpo de labrar y las que hallaren menguadas que las quiebren luego».


CANDELEROS Y CEREROS

Las ordenanzas de cereros y candeleros se dictaron en Santa Fe 1492, y diez años después se remitieron a Madrid. Establecían que los maestros de dicho oficio habrían de elegir cada año a dos veedores, cuya misión sería examinar a los oficiales que quisieran poner tienda y a los que la hubieran puesto en los últimos cinco años. Además de ello, habían de inspeccionar con frecuencia las tiendas donde se vendían estos artículos, «vna vez en la fiesta del Corpus xpi. e otra vez en la fiesta de todos los santos e otra vez la quaresma e más quando (...) fuere menester», poniendo sumo cuidado en que los candeleros no pudieran saber cuándo iban a ocurrir: «otrosy (...) que estos veedores sean juramentados e al tienpo que quisieren yr a catar las tiendas (...) no lo descubrirán a nadie, ni aun en sus casas, porque no sean sabidores los oficiales fasta que les caten la obra».

Regulaban también, de forma exhaustiva, la calidad que habían de tener las candelas: «toda la cera que se labrare blanca que sea bien elinpiada (...), e la cera que se labrare amarilla que sea bien fundida e después (...) sea bien asentada e rrecolada, que no sea sobada ni biengada (...), e que el pávilo sea mojado en la dicha cera después de rrecolada, en manera que no lleve agua debajo, y el pávilo sea de lino o de estopa de lino e cocho e delgado (...), tan gordo a vn lado commo a otro, e no de cánnamo».

El sebo de los animales, por otra parte, era utilizado en ocasiones para fabricar velas de mala calidad. Algún tiempo antes de las anteriores ordenanzas, los regidores «acordaron (...) que porque son informados que las triperas, el sebo que sacan de los vientres e menudos que conpran de vacas e carrneros e otros ganados lo venden a los candeleros, e ellos bolvíanlo con el sebo que echaban en las candelas e a esta causa se hazían falsas e malas las candelas e se derretían todas, que ordenavan (...) que ninguna tripera sea osada del dicho sebo que así sacara de los dichos vientres de lo vender a los dichos candeleros (...), so pena de cinquenta azotes, e esta misma pena tenga el candelero».

Ha quedado constancia de que el Ayuntamiento disponía de una casa de las candelas en la que se realizaban todas o al menos una parte de las tareas propias de los obligados. En 1502 se puso a disposición de Pedro Gascón, con la condición de que fuera «para el derritir el sebo e que se haga una chimenea en la casa por el mayordomo e que pague los mill maravedís de alquile della questán impuestos».


CARNICEROS, CORTADORES Y TRIPERAS

Durante la segunda mitad del siglo XV, Madrid tuvo dentro del recinto amurallado tres carnicerías: la de la plaza de San Salvador (sólo para hidalgos), la de Valnadú y la del Pozacho (para los moros). Para los vecinos de los arrabales existía -al menos desde el reinado de Enrique IV- la de San Ginés, con la que pronto compitieron las de la Plaza del Arrabal y la de Santa Cruz (reservada ésta a los pecheros).

Como en los demás suministros de primera necesidad, también en éste el Concejo intentaba controlar la calidad del producto que se vendía al público. En 1489, por ejemplo, ordenó "que porque (los carniceros) aporrean las vacas que matan sin degollallas, de manera que se quaja la sangre en el cuerpo e daña la carrne, que de aquí adelante no las maten así, salvo que las acogoten y degüellen luego, so pena (...) que pague (...) por la primera vez seiscientos maravedís (...), y por la segunda vez, doblada esta pena, y por la tercera vez, que le den cinquenta azotes públicamente por la dicha Villa". Más tarde, en 1494, ordenaron "que se pregone que qualquier cortador que cortare carne hedionda, (...) que sea traido a la vergüenza por esta Villa e sus arravales". Y dos años después, que "porque los cortadores corren las vacas e bueyes que matan y la carrne es muy mala y no se puede comer de mollica, que (...) mandan e ordenan que (...) ningund cortador sea osado de correr ninguna res de las que uvieren de cortar".

El Concejo, para vigilar el cumplimiento de estas normas, enviaba periódicamente a los fieles, oficiales concejiles que se embolsaban una parte de las multas si descubrían una infracción. Pero los carniceros más desaprensivos, para evitarlo, "hazen muchos fraudes en tener boticas (tiendas) donde tener la carne, que viene el fiel e vee la carne que tienen en la carnicería e aquélla es buena y queda que pesen aquello, e después de ido el fiel sacan lo malo que tienen en la botica y meten aquello para pesallo quando quieren". Consta que en 1493 fue descubierto uno de los carniceros que usaban de esta práctica, Juan de Madrid, y hubo de pagar "la pena questá ordenada por toda la carne mala que se le hallare en la botica, commo si lo tuviese públicamente en la carrnecería".

Algo parecido ocurría con los vendedores de caza y aves: "Que (...) los que venden cabritos e conejos e perdizes e otra caza, sacan fuera a vender lo malo y tienen metido en sus casas lo bueno, porque los que vienen a conprar conpren primero lo malo". En consecuencia, ordenaron los regidores que "qualquier que vendiere conejos o perdizes o cosa de bolatería, lo tenga en la plaza pública o en el portal de su casa donde todos lo vean, so pena que lo que se hallare que tuviere metido en su casa (...) lo aya perdido". También en esta ocasión ha quedado constancia de algún vendedor deshonesto que tuvo que pagar la multa: en 1497 "se halló que contra la ordenanza desta Villa su muger de Alonso Dávila e Caravias tenía quarenta pares de conejos metidos dentro en sus casas, aviéndolos de tener en la plaza o portales de sus casas", y como sanción los conejos se declararon "por perdidos" y "mandaron que Alonso Abenzara los venda a siete maravedís cada uno".

También había picaresca en lo referente a las asaduras, nervios, sebo y demás despojos de las reses. Respecto a las asaduras, en 1496 nuestros regidores acordaron "que porque (...) está mandado que se vendan el sábado a siete maravedís e los otros días a cinco, e los carniceros guardan las asaduras de otros días para vendellas el sábado, que encargan a los fieles que las asaduras que cayeren de los carneros del sábado, las fagan pesar a siete maravedís e de los otros días a cinco (...), e non les consientan guardar para el dicho día sábado". Y ese mismo año, unos meses después, "acordaron (...) que porque los cortadores quitan de las asaduras las mollejas e pulgarejo (...) e lo venden por su parte con el carrnero, que tal cortador venda el asadura commo está en el carrnero con todo lo ques del asadura, so pena de cient maravedís".

Pero, dejando a un lado la calidad de la carne, las mayores quejas se producían por la propia forma de venta del producto. En 1489 los regidores "ordenaron que porque a su noticia es venido que en el pesar de la carne ay questiones e ruidos, e sesperan más adelante (...), sobre que los despenseros de los cavalleros e escuderaos de esta Villa (...) dizen que tienen piezas señaladas y no quieren otras, y sobre que otros las quieren levar ay los dichos debates, que mandavan (...) a los dichos carrniceros que de aquí adelante cesen de lo hazer así (...), sin hazer la dicha diferencia de pieza conocida a ninguno". Diez años después el problema persistía: "Acordaron que porque ha avido muchas muchas quexas de los cortadores (...) así en traer la carne muy tarde commo en el partir e despedazar della trayéndolo e metiéndolo en las boticas que tienen, y de allí cortándola quando a ellos plaze y repartiéndolo por los quellos quieren, dexando de dar a los escuderos y onbres de honrra que allí van por ello, y dándolo antes a los que no son tales, de que se siguen y esperan seguir (...) muchos escándalos e ruidos en el tomar de la dicha carne". Lo que decidió el Concejo fue que "el partir de la dicha carrne se haga la noche antes e no el día que la uvieren de pesar; y que los obligados (...) sean tenudos e obligados a tener trayda e puesta en la tabla (mostrador) de cada cortador toda la carrne (...) antes que salga el sol (...). Otrosí, quel tal cortador, luego que le fuere traida la dicha carne a su tabla en saliendo el sol, que la mitad de los quartos de vaca (...) traseros e delanteros, (haya) de lo despedazar e hazer piezas, e fecho piezas de lo colgar de los maderos e escarpias que le serán puestas, para que a cada uno que viniere se le dé la carrne que quisiere e uviere menester, y antes que aquellos quartos sean gastados (...) despedace los otros (...), de manera que todos los vezinos (...) sean proveidos sin que ninguno tenga pieza conoscida ni señalada".

Por último, también ha quedado constancia de los precios a los que se vendía la carne:
- Arrelde (poco más de un kilo y tres cuartos) de vaca, puerco o cordero: 12 ó 13 maravedís. El de tocino unos 30, y el de carnero sobre los 18.
- Cuartillo de cabrito: 6 maravedís.
Pero el Concejo permitía que estos precios se subieran en ciertas fechas: "(...) se acostumbra (como) los años pasados, dar licencia a los carniceros desta Villa que, en los tres días postreros de carrne antes de Cuaresma, se suban las carrnes".


CURTIDORES

Las ordenanzas que redactó el Concejo madrileño para regular todo lo relacionado con el trabajo del cuero son quizá las más completas que conservamos. Se fueron elaborando a lo largo de todo el siglo XV y se completaron con las Ordenanzas generales de pellejeros y curtidores que dictaron los Reyes Católicos en 1503.

Cada año el Ayuntamiento elegía a dos veedores -"dos personas de buena conciencia e fama (...), ydóneos e pertenescientes para ello"-, que eran quienes, además de examinar a los futuros oficiales, se encargaban de comprobar "que las colambres sean tanbién labradas y rretanadas, y bien pasadas (...). Iten, que ningúnd zurrador non zurre cordován ni vadana con unto de cavallos ni de bestia, si no fuere con unto de puerco", y de dar su aprobación para que los cueros pudieran ser vendidos. Además, se ordenaba "que ninguna persona (...) no sea osado a vender en la dicha Villa coranbre ninguna curtida si no fuere lavada para que se vea si está dañada".

No estaba permitido sacar cueros fuera de la villa, si no era bajo rígidas condiciones: "Iten, que no se saquen colanbres desta Villa en pelo ni en pelanbre si no fuere cortido, y lo cortido no se pueda sacar sin que primero sea pregonado en la plaza delante de los portales de la zapatería (...) y al tercero día se pueda sacar, por que durante este tienpo, si algund zapatero vezino (...) lo quisiere por el tanto, lo pueda tomar para el proveimiento de la dicha Villa".

Los cueros se almacenaban y vendían en la alhóndiga que se construyó en 1498 en la plaza de San Salvador, en una bodega perteneciente a Diego González de Madrid, por la que se pagaba un alquiler de 1.500 maravedís al año. Cuatro años después se trasladó a unos locales facilitados por Antonio de Luzón, con el que se acordó "que él dé a la Villa tres piezas baxas con su entrada (...) de las casas que tiene, que son junto con sus casas principales, para alhóndiga de los cueros, porque se muda donde estaua por mandado de Sus Altezas. E que haga las boticas que fueren necesarias, por lo qual le den dalquile dos mill maravedís cada año". De allí, en 1504, se trasladó a la plaza del Arrabal, "en los postes de la plaza".


HERREROS

El Fuero de Madrid de 1202 ya habla de los herreros de azadas: "El herrero que ajustare azadas hágalo a un maravedí por doce; y si cobrase más, peche un maravedí (...). El herrero que forjase herraduras, caballares y mulares, a maravedí por treinta y un pares; las asnales, a maravedí los sesenta pares".

Las fraguas estuvieron bastante dispersas en la villa durante la época medieval. Hamad de Cubas y Hamad de Griñón, herreros mudéjares, se negaron a trasladar las suyas al apartamiento de la Morería en 1482. Simultáneamente, aunque con más frecuencia a partir de 1500, se documentan otras en la plaza del Arrabal: "un potro de madera para herrar" y seis locales "donde hagan boticas los herreros e cuchilleros e caldereros e los oficios que tienen fraguas en esta dicha Villa". Los beneficiarios de estas fraguas fueron, entre otros, maestre Abraén de San Salvador, Yuzú de Polvoranca -"sin precio alguno (...), porque se convirtió a nuestra Santa Fe Católica"- y Juan de Tapia -"nuevamente convertido"-.

Hacia 1510 el Concejo ordena trasladar estas fraguas a seis casas-tienda situadas en Puerta Cerrada, por un censo de quinientos maravedís cada una, para que todas ellas queden agrupadas en una única zona, y en 1514 una provisión de Doña Juana apremia a los regidores a que terminen de realizar el traslado, con la prohibición expresa de instalar fraguas en otro lugar cualquiera: "Así por el ornato dela dicha Villa commo porque los oficiales de herreros della hiziesen mejor obra e los que oviesen menester conprar cosas del dicho oficio hallasen juntos en una calle todos los dichos oficiales, e por escusar los ynconbenientes del fuego que podría acaescer (...), la dicha Villa había ordenado que todos los dichos oficiales toviesen sus tiendas en una calle en las casas tiendas que la dicha Villa para ellos les había fecho que estaban a la Puerta Cerrada". Doña Juana apremió al Concejo a que realizase el traslado, y le ordenó que "non consintays (...) a que ningund oficial (...) tenga tienda nin labre en otra parte". Parece que esta zona en la que se ubicaron era la parte delantera de la cava, dando frente a la laguna de Puerta Cerrada, que estaba situada entre la muralla y la actual calle de Toledo.


JORNALEROS (peones, pastores, carpinteros, albañiles...)

El Concejo madrileño aseguraba la duración mínima, por una temporada, de sus contratos ("por desdel día de San Pedro fasta Todos los Santos e de Todos los Santos fasta San Pedro"). Si se infringía esta disposición, eran multados tanto el patrono (con una multa de "otro tanto commo diere de soldada") como el jornalero ("que pierda la soldada") (año 1496).

También se fijó en 15 años la edad mínima en que los niños podían ser tomados a jornal para el cuidado del ganado. Los menores debían ir acompañados de "otro pastor que sea demás de la dicha hedad (...) para que le ayude a guardar y para le poder el pastor mayor enbiar por de comer (...), de manera quel pastor muchacho no le dexe ni pueda dexárselo solo con el ganado". Las protestas de aquéllos que empleaban a sus hijos obligó a rectificar al Concejo: "que la dicha ordenanza sentienda (...) que siendo hijos los puedan traer aunque no sean demás hedad de fasta onze años" (1497).

Los jornales estipulados por el Concejo eran: "Los peones de la Villa e arravales para cavar en las dichas viñas, a veinte e cinco maravedís e vino, e para segar, a veinte maravedís e goverrnado; e en las aldeas, a veinte maravedís e vino para las viñas, e para segar, a veinte maravedís e goverrnado" (1484).

También se fijaba el horario diario de trabajo: "que porque los peones no solamente llevan mucho demasiado precio por sus jorrnales e los maestros que labran, pero van a labrar e a segar a las ocho e más tarde, que de aquí adelante todos los maestros e peones (...) sean tenidos de ir en saliendo el sol e estar en la lavor fasta puesto el sol, so pena que pierda el jorrnal de aquel día" (1495). En cuanto a los trabajadores de la construcción, se acordó que "los maestros que labran de carpentería e albañería (...) sean tenidos dir a labrar e solar desde mediado otubre fasta mediado hebrero a las ocho, e los otros ocho meses a las seis" (1497).

En ocasiones, se prohibía a los jornaleros salir de la villa, para no quedar sin mano de obra: "que así mismo (...) ningund peón de los que agora ay en la dicha villa e sus arravales, que agora se acogen e andan a jorrnal, no sean osados de se yr (...) a trabajar a otras partes (...), so pena que sea desterrado (...) por un año" (1484).


MÉDICOS

No eran pocos los que, bajo una u otra denominación, se dedicaban al tratamiento de enfermedades en el Madrid medieval. Comenzando por los peldaños inferiores, ésta es la nómina de los distintos oficios encuadrados en esta actividad:

1. SALUDADORES, ENSALMADORES Y SANTEROS

Eran los que curaban enfermedades y componían huesos rotos con la única herramienta de sus oraciones, sus imágenes milagrosas y unos pocos medicamentos empíricos.

- Madrid tenía dos ensalmadores. Uno era Joan Malpensado, y el otro, una mujer de la que se desconoce el nombre pero que estaba casada con Alonso, santero. Los tres estaban exentos de tributar en "ningunos pechos reales e concejiles (...) nin en la Hermandad", y eran muy estimados por los madrileños: en 1499, los Reyes Católicos prohibieron ejercer a la ensalmadora, y los vecinos enviaron a los monarcas no menos de cuatro cartas "en nombre de Regimiento e todo el pueblo" intercediendo por ella, "para que la ensalmadora use de su oficio de ensalmar, porque es útil y necesario a la Villa".

- Los saludadores, en cambio, eran eventuales. En 1483 nos visitó uno, al cual se pagaron 10 reales por "saludar a varias personas que avía mordido un perro que rraviava", y en 1495 se contrató a Juan Rodríguez de Palacio, vecino de Getafe, "por desde Nuestra Señora de agosto en un año, con salario de un cahiz (doce fanegas) de trigo, con que sea obligado de venir cada vez que la Villa le llamare".

2. BOTICARIOS

Preparaban y vendían las medicinas, y eran, al igual que los físicos y los cirujanos, oficiales de la villa, asalariados de ella y exentos de tributos. Conocemos algunos de sus nombres: Alonso de Guadalajara, Vázquez, Juan Díaz, Fernández. El control de Concejo era doble: por una parte, examinaba a los que pretendían incorporarse al oficio, y, por otra, vigilaba y revisaba periódicamente los medicamentos que se vendían. En 1492, por ejemplo, "mandaron (...) pregonar (...) que persona alguna, así boticario como especiero (...), no sea osado de vender rejalgar (sulfuro de arsénico) nin solimán (cloruro de mercurio) nin otra ponzoña alguna so pena de muerte, por quanto no aprovecha cosa alguna y por espiriencia parece los daños que dello se siguen, que han muerto quatro o cinco personas que lo an tomado el dicho solimán". Las revisiones las realizaban los propios regidores del Concejo: "acordóse (...) que los señores teniente e Francisco de Alcalá, que visiten las medicinas de los boticarios".

3. CIRUJANOS

Eran personas que durante la Edad Media, y a pesar de no tener instrucción reglada alguna, podían practicar la cirugía. El único control que sobre ellos existía era el examen previo que les realizaba el Concejo. En 1490 "rescibieron por cirujano, por desde primero deste año, a maestre Pedro" con una salario de 2.000 maravedís, "con que cure a los pobres de balde y visite los ospitales". En 1492 hicieron lo propio con "Juan Ruiz, por quanto su voluntad fuere, con salario de tres mill maravedís cada año"; pero años después hubieron de ordenarle "que non use de física salvo en cirugía, so pena de perdimiento de sus bienes (...), pues que no tiene facultad para usar de física salvo cirugía".

4. FÍSICOS

El grado más alto (en cuanto a competencias y salarios) lo ocupaban los médicos, a los cuales en Madrid -como en otros muchos pueblos castellanos- se llamaba "físicos". Igual que los boticarios y los cirujanos, eran oficiales de la villa, y estaban obligados por ello a pasar un examen previo para poder ejercer, y a mostrar, cuando se les requería, las credenciales de haber superado tal prueba. Algunos actuaban también como cirujanos.

En su mayoría, estos físicos eran judíos: de los siete que hubo en las décadas anteriores a 1492 -fecha de su expulsión-, cinco, al menos, eran judíos. El más antiguo de los que conocemos fue Don Hudá, que ejerció su oficio hasta 1481, año en que le sucedió maestre Zulema, su hijo; ambos también eran cirujanos.

Pero el más famoso y respetado de todos ellos fue, sin duda, rabí Jacob, médico que gozó durante toda su vida de favores especialísimos. Tenemos noticias de él desde 1481, año en que comenzó a tener una posición social muy distinta a la del resto de la aljama judía madrileña: "Ordenaron (...) que todos los judíos de Madrid e su tierra, salvo Rabí Jacó, físico desta Villa, ninguno non sea osado de andar sin señales (...), salvo por camino (...). Esto no se ha de estender a los niños, los quales non han de traer señales". Cuando, en julio de ese mismo año, los judíos fueron confinados en una zona aparte cercada con muro, los regidores madrileños "otorgaron una petición para los Reyes (...) sobre que Rabí Jacó pueda estar en la Villa fuera de la cerca de la judería, porque la Villa non se podría aprovechar dél de noche, estando cerrada la judería". La petición, que no fue concedida, se renovó dos años después, y el Concejo suplicó a doña Isabel que "mande dar licencia a Rabí Jacó que esté en la Villa dentro, donde antes vivía, por el inconveniente que se sigue a los enfermos que en esta Villa ay, de yr cada vez por él a llamalle en el apartamiento donde está, ques tan lexos e apartado de la dicha Villa e arravales". Esta vez tuvo éxito la solicitud, y Jacob pasó a vivir en las inmediaciones de la Puerta de la Vega. Y aún intercedería en su favor el Concejo madrileño una vez más, en 1483, a causa de un préstamo que el médico no podía pagar: "Otorgaron las peticiones (...) que fueren menester (...) sobre el enprestido que diz que echan a Rabí Jacó, suplicando que porque será causa de yrse de aquí, se lo non echen y aun tanbién porque non lo tiene, que ha gastado quanto tiníe en la cayda que dio, que se quebró la pierna".

A rabí Jacob le sucedió en el oficio su hijo rabí Oce, que comenzó con un salario de 3.000 maravedís, la mitad de lo que cobraba su padre. Ejerció durante cuatro años, hasta el edicto de expulsión, y lo hizo a plena satisfacción de la villa: "(...) dixeron que (...) a servido y sirve muy bien a esta Villa, (...) y tanbién (...) que cura e visita muchos pobres y espitales sin precio alguno".

También fue judío rabí Mo, médico que en 1489 decidió establecerse en Madrid. Con tal motivo, el Concejo envió "una carta mensajera para el dotor Francisco Núñez, haziéndole saber commo un físico, que se llama rabí Mo, se quiere asentar en esta Villa por físico. Que le plegue enviar a dezir qué le parece dél, para que si es tal, esta Villa se iguale con él".

Todos ellos tuvieron que abandonar la villa en 1492, obligados por el decreto de expulsión, pero dos años después retornaron algunos, ya dentro de la categoría de conversos, y fueron acogidos con los brazos abiertos: "El dicho comendador (Lorenzo Méndez) dixo (...) que agora los físicos que solían ser aquí se torrnaron christianos e se buelven aquí; que le parece (...) que mientras más físicos uvier, que más bien para la Villa, pues todos son buenos físicos (...); y que no deven dar lugar a que se vayan, pues toda la Villa por sus peticiones lo han pedido".

En cuanto a los físicos cristianos anteriores a 1492, sólo conocemos a dos. El primero, el doctor Lorenzo de Solís, era "tan gordo e pesado, que no puede visytar tantas veces los enfermos como sería rrazón"; en consecuencia, los regidores pidieron a los Reyes católicos "les haga merced de dar licencia al dicho dotor Solís para que ande en mula". En 1492, el Concejo le advirtió que "non haga partido nin iguala con ningund de los boticarios nin se aficione a ninguno dellos especial, salvo al que tiene buenas medecinas". El segundo, el doctor de Guadalupe, era el encargado de examinar a los físicos, cirujanos y boticarios que querían trabajar en la villa.

Con posterioridad a 1492, aparecen en los documentos más físicos cristianos: el doctor de Talavera, maestre Alonso, maestre Enrique, el doctor Falino. Sus salarios oscilaban entre los 3.000 y los 20.000 maravedís, pero estaban supeditados, sin embargo, al estado de las arcas concejiles: en 1501 "acordaron (...) que porque este año tiene la Villa muchos pleitos e necesidades, que por este dicho año suspenden los salarios del dotor físico e bachiller maestre Alonso e bachiller Juan Ruiz".


MESONEROS

Desde el reinado de Juan II, Madrid celebró dos ferias francas -libres de impuestos reales- al año, por San Miguel y San Mateo, de quince días de duración cada una. En ellas, aparte de otras mercaderías, se traían "ganados ovejunos e cabrunos a se vender" desde diversos lugares de la comarca: Medina, Alcalá, Torrelaguna. El propio Concejo se encargaba de hacer propaganda de ellas en los lugares de su entorno: en 1489, por ejemplo, "otorgaron carta mensajera para Pedro González, en Medina, sobre la franqueza de las ferias questa Villa tiene, para que lo platique con los mercaderes principales que ay uviere, para que vengan aquí y les ofrezca (...) buenas posadas por sus dineros, y que serán bien tratados y honrrados".

Por todo ello, el número de mercaderes que nos visitaban era grande, y desde el primer momento hubo que buscarles alojamiento. En siglos posteriores (XVII y siguientes) serán la calle de Toledo y la Cava Baja las que acojan la mayor parte de los mesones y pozadas. Pero el primer mesón del que se tiene noticia estaba justo al otro extremo de la villa. Se trataba del llamado mesón de la Carriaza, existente desde el reinado de Juan II en la que luego sería calle del Mesón de Paños.

El Concejo promulgó la Ordenanza de los mesoneros el 6 de mayo de 1496. En esencia, regulaba los precios máximos que podían cobrarse por cada servicio y ordenaba que estos precios se hicieran públicos mediante una "tabla puesta en el lugar que la puedan leer todos los que entraren en el mesón". El detalle de los precios era minucioso: "Un cavallero o escudero o mercader que tomaren una cama con su llave, dándole todas las cosas de servicio, cama e mesa y leña y agua, diez maravedís (...). Un escudero con mozo e con bestia, dándole cama e todas las otras cosas de servicio, seis maravedís (...). Un escudero con bestia e sin mozo (...), trayéndole de la plaza las cosas que oviere de menester para comer, seis maravedís, y si no se lo truxere, quatro maravedís (...). Un escudero con mula e mozo si vinieren a comer y no durmieren noche, dos maravedís (...). Un peón dándole cama e mesa, dos maravedís". Los mercaderes, aunque no se alojasen en el mesón, podían dejar en él los animales que traían: "Un recuero (arriero) que traya azémilas o asnos o cavallos, por cada una un maravedí e por cada onbre otro maravedí si le dieren cama, y si no pague por las bestias solas. Si uno diere a guardar bestia sin dormir, una blanca".

La no publicidad de los precios acarreaba una multa de 2.000 maravedís, y los abusos en ellos podían conducir a castigos públicos: "El mesonero que más llevare (...), que buelva lo que llevó con el doblo la primera vez (...). E por la segunda vez (...), que buelva con el doblo lo que llevó e que pague seiscientos maravedís (...), e más que le den cinquenta azotes públicamente".


PESCADEROS

El pescado de mar que los madrileños consumían se traía de los puertos de Galicia y Asturias, y los pescaderos lo tenían en remojo hasta el momento de su venta. El problema era que permanecía demasiado tiempo metido en agua, y terminaba por pudrirse. Ya en 1498 se acordó "que por quanto (...) (el pescado) sale hidiondo e malo a causa que lo echan en remojo más tiempo de lo ques menester e tanbién lo echan en agua suzia e hidionda, que les mandan que echen en agua linpia a remojar el dicho pescado, de forma que en el agua que se remojare algund pescado no se pueda echar otro alguno (...), e cerca del tienpo en que ha destar el dicho pescado en remojo, que no lo puedan echar salvo un día antes e en presencia de un regidor (...) e un fiel". Además, ocurría "que los obligados a la pescadería remojan el pescado que venden dos vezes, una en el lugar donde lo echan a remojar e otra en la botica donde lo venden", y, en consecuencia, los regidores "mandaron que no lo echen a remojar salvo en una parte e no más, esto para este año. E que de San Juan en adelante se ponga por condición, que se señale lugar apropiado donde lo remojen".

La situación se solucionó, en gran medida, habilitando una casa del Pescado, situada junto a la puerta de Valnadú -la que se abría al norte de la muralla-, que comenzó a funcionar en 1499: "dixeron (los regidores) que por quanto esta Villa no tiene botica donde los pescadores (...) tengan en agua el pescado y (...) las tienen las dichas boticas donde ellos quieren, y a las vezes las ponen en la plaza en lugares públicos donde el olor del agua dello es muy malo y dañoso a la gente (...), esta Villa a acordado de tomar para botica (...) una casa que era tenería a las fuentes del Arraval cerca de la torre de Alzapierna (...), ques muy dispuesta y en lugar muy convenible para la dicha botica, y (tiene) pilas en que se remoje el dicho pescado e entre e salga el lagua en ellas". Diego González de Madrid, dueño de dicha casa, recibió a cambio de ella una renta anual de 562 maravedís.

A pesar de ello, todavía hubo pescaderos que continuaron con sus malas prácticas, llegando alguno de perder la condición de obligados, cosa que ocurrió en 1500 a Heredia y Francos, los cuales "en el remojar del pescado hazían mucho fraude a la Villa, porque ciertos pescados que se remojaron con buen agua e se truxeron al Ayuntamiento tenían buen olor, e el mal olor va en el remojar". Consta que varios llegaron incluso a sufrir penas de prisión.

Esta prohibición del remojo excesivo, sin embargo, no afectaba al atún, sardinas y arenques. En 1490 "mandaron (...) que las trainas, que es pescado que quiere agua, que lo tengan aparte de lo otro", y en 1492 "quel atún e sávalo salado (...), porques pescado que conviene tener sienpre (en) agua (...), que quitavan e quitaron de la dicha ordenanza el dicho atún e sávalo (...), porquesto es agravio de los que lo venden".

El Concejo madrileño fijaba los precios de venta del pescado, igual que ocurría con la carne y otras mercancías. En 1491 se señaló "el pescado cecial (merluza) remojado de los puertos de Galizia e Asturias a ocho maravedís la libra; y la libra del tollo y pulpo a los precios del año pasado (6 maravedís); y la libra de las sardinas arencadas a siete maravedís". Las penas impuestas a los que rebasaban estos precios máximos eran importantes, y alguna tan curiosa y útil a la villa como aquélla de 1484, en que "sentenciaron en rrazón que los pescaderos avían vendido la libra de los peces a ocho maravedís, aviéndose de vender a siete (...), por ende mandáronles en pena dello que suelen e allanen el suelo del portal de la eglesia de Sant Salvador, con sus gradas de yeso".

Este pescado, correctamente remojado y a su precio justo, se vendía en dos pescaderías, las más antiguas de la villa: intramuros, la de la plaza de San Salvador, y fuera de la vieja muralla, la de la plaza del Arrabal. A éstas se sumaron en 1483 la de Santa Cruz -de uso exclusivo para los pecheros-, y en 1489 la de la Puerta de Guadalajara, que duró diez años y en la que se vendía el pescado fresco: "Ordenaron (...) que en el rincón de la puerta de Guadalajara, como (se) entra por ella a mano derecha, así por evitar la suziedad que allí se echa commo para ennoblecer la dicha Villa, se haga una red (verja) de madera del alto que convenga, e se cubra con su teja e le pongan puertas y llaves, donde se venda todo el pescado fresco de río o de mar; e mandaron (...) que persona alguna no venda el dicho pescado fresco en otra parte salvo en la dicha red (...). E que por el suelo de la dicha red toda persona que algo en ella vediere, aya de pagar e pague cada día dos maravedís".

En cuanto al pescado de río, hay que mencionar que la pesca en el Manzanares siempre estuvo muy controlada. Ya en 1202 -Fuero de Madrid- estaba ordenado que "el que matare pescado en el Guadarrama (éste era el nombre, por aquel entonces, del Manzanares), desde el día de Pascua del Espíritu Santo o Cinquesma hasta San Martín con asedega o con mandil o manga, peche dos maravedises (...). Y el que (...) hiciese presa de agua o azud o canal, o bien arrojara hierba en él (...), pague diez maravedises". Y, además, el mismo Fuero prescribía que "al que se probara que vende pescado a honbre de fuera de la Villa, pague diez maravedises".

Este cuidado se mantuvo intacto durante los siglos posteriores. En 1489, por ejemplo, los regidores "ordenaron (...) que qualquier persona o personas, que envelesaren el río Xarama o Guadarrama o Henares en la parte que pertenece a esta Villa, pague dos mill maravedís por cada vaguada (...), e si el arrendador que fuere desta renta echare la dicha velesa o tarnisco o otras cosas peligrosas para pescar, o diere licencia para ello, que pague dos mill maravedís por cada vaguada, e a la tercera vez le sean dados cient azotes".


RELOJEROS

El reloj madrileño más antiguo del que se tiene constancia era el que existía en la plaza de San Salvador -hoy, de la Villa-, coronando el edificio de la cámara concejil, y que estaría posiblemente instalado en una pequeña torreta. Tenía una campana que daba las horas y, quizá, una figura mecánica que salía al exterior al sonar determinados toques. Casi todas las noticias que de él conservamos se refieren al lamentable estado en que se encontraba a finales del siglo XV, a pesar de las continuas reparaciones que realizaban en él los distintos relojeros que lo tuvieron a su cargo: Arias; Rodrigo, cerrajero; Juan de Francia -"relogero, vezino de la cibdad de Toledo"-; Fernando de Córdova; Pedro; Enciso, clérigo..., y que por un sueldo anual de unos mil quinientos maravedís se obligaban a tenerlo en perfecto estado.

Las referencias a su deterioro son insistentes: "el relox está desconcertado y el relojero dize que non se pueden reparar nin adobar si no se haze de nuevo", "declararon quel dicho relox es tan viejo que ningund adobo se puede hazer que aproveche nin dure", y en 1495 el Concejo recibe autorización del Consejo real para hacer una derrama de 30.000 maravedís con la que se pueda construir uno nuevo, contribuyendo "en la dicha sysa o rrepartimiento (...) todos, esentos e non esentos". A pesar de ello, el Concejo se ve obligado a vender "trezientas fanegas de pan e que de lo que valieren haga el relox, porque los maravedís que se cojieron para él se an gastado en el matadero e auditorio e otras necesidades". Parece ser que el reloj quedó terminado en 1497, aunque en años posteriores persisten las reparaciones: se habla de que "no anda bien ni concertado, ni da commo ha de dar (...), no se menea bien el onbre", "quel mayordomo repare y trasteje la cama del relox", "quel mayordomo repare el exe de la canpana del relox", "quel mayordomo haga hazer una maroma para el relox"...

Al comienzo de la década de 1520 nos encontramos con que ya hay un segundo reloj en la Puerta de Guadalajara, compuesto quizá por dos cuerpos, uno para la campana y otro para la esfera del reloj, y coronado por un capitel sostenido por cuatro pilares de ladrillo. Este reloj fue utilizado por los comuneros madrileños para convocar al pueblo: tras su rendición en 1521, los regidores requirieron "que por quanto al servicio del Rey Nuestro Señor y sosiego desta Villa conviene que aora ni nunca se taña la canpana del relox de la Puerta de Guadalajara, que la comunidad tenía deputada para sus alborotos; que se provea commo non se pueda tañer (...), y que quando alguna cosa conviniese a la Villa se tenga la costunbre antigua que se tenía antes que la dicha canpana se tañiese para los alborotos de la comunidad".

Un año después, el viejo reloj de San Salvador es trasladado al Arco de Santa María: los regidores "dixeron que avíen visto el lugar más convenible donde el relox, que está en San Salvador, se mudase y (...) se pusiese en el Arco del Almudena, porque allí está en la mejor parte, así para los barrios de Sant Andrés y Sant Pedro y a otra parte de Santa María y los Alcázares y Sant Justo y Santiago; y estando puestos los dos relojes de esta manera, el uno en la Puerta de Guadalajara y el otro en este arco (...) están en medio de la Villa para que a todas las partes della se oyan las horas".


TABERNEROS Y REGATONES

Pedro de Melgar, Pedro de Mena y su mujer María, Juan de Andújar, Pedro de Vega, Juan de Colombres y Toribia Sánchez eran, hacia la mitad del reinado de los Reyes Católicos, algunos de los taberneros de Madrid.

La venta de vino dentro de la villa estaba celosamente protegida por nuestro Concejo: sólo se podía vender el vino de los propios madrileños, y el que se introdujera de otros lugares había de ser para consumo propio. La razón era, simplemente, que "por los de fuera se mete mucho vino, estando abastada la Villa". Ocasionalmente se podía dejar en suspenso esta ordenanza, como ocurrió en 1496: "Proveyóse (...) por la necesidad que de vino añejo ay, e porque (...) no lo avía en la Villa (...), que se da licencia a todos e qualesquiera vecinos (...) desta Villa para que de aquí a Natividad lo puedan meter de San Martín".

Los vecinos madrileños que tenían cosecha de vino, podían venderlo directamente al por menor a sus vecinos, o venderlo al por mayor a los llamados regatones, que eran quienes luego lo distribuirían al por menor. Los taberneros, por su parte, participaban a veces de ambos tipos de venta: la del vino de su propia cosecha y la del comprado al por mayor a otros vecinos. Sin embargo, si se vendía el vino de otro, había que hacerlo a los precios que fijaba el Concejo. Así, en 1498, los regidores "acordaron (...) que porque los regatones (...) tienen mucha esorbitancia en el levar que lievan por el vino que venden de los vezinos desta Villa e sus arrabales, que lievan lo que quieren (...), que ordenavan (...) que de aquí adelante no pueda levar ni lleve el tal tavernero por vender cada arrova de vino de lo bueno ocho maravedís". Y además, para estrechar el control, "acordaron (...) que (...) no aya ningund regatón de vino salvo tres o quatro que la Villa e Regimiento señalare, e para que éstos lo vendan en las boticas que la Villa mandará hacer en los portales del arraval -la Plaza Mayor, que por aquel entonces comenzaba a urbanizarse-, e que no pueda aver ningund otro".

También se vigilaba la calidad de los vinos que se vendían en la villa, pues las irregularidades parecían frecuentes. En una ocasión el Concejo hubo de ordenar "que qualquier persona que vendiere vino aguado (...), si fuere rregatón, que le den cien azotes y pierda el vino (...), y sy fuere escudero o cavallero, que pierda la tinaja o cuba (...) e yncurra más en pena de seyscientos maravedís". En otra, "que ninguna persona (...) non sea osado de vender vino alguno rremostado, so pena que lo aya perdido todo". Y, en una última, "que ninguna persona sea osado de vender vino nuevo por añejo nin rremostado, salvo cada uno por si, so pena (...) que pague en pena seiscientos meravedís por cada vez e pierda el vino". El control lo realizaban los propios regidores: en 1494 "encargaron a Fernando de la Parra e Rodrigo Cedillo que ven e esaminen los vinos que se venden, para saber si son aguados o buelto un vino con otro".

Un problema añadido de las tabernas era que servían de albergue para vagabundos y otras personas conducta dudosa. En 1499 "acordóse (...) que porque a causa que en los bodegones se acogen muchos vagamundos así a comer commo a dormir, y de allí se hazen hurtos e otras cosas mal fechas que hazen los tales vagamundos, que ordenavan (...) que (...) ningund regatón non sea osado de acoger en las dichas sus tavernas a comer ni dormir persona alguna vagamundo (...), salvo que solamente venda vino e no otra cosa". Y también, "que porque los esclavos desta villa hazen muchos hurtos, e cosas que toman de sus amos e otros llévanlo a las tavernas e beven sobre las prendas, que por evitar estos tales hurtos ninguna persona (...) que venda vino non sea osado de dar vino a esclavo sobre prenda, so pena que aya perdido lo que así diere (...) e pague otro tanto". Pero estas órdenes, poco efectivas en la práctica, hubieron de renovarse unos años después, "porque a causa que los taverneros regatones acojen a dormir en sus tavernas a todos los que quieren viandas, (...) se llegan e acojen muchos vagamundos e baldíos que se quedan a dormir e se apartan a jugar e blasfeman de Nuestro Señor".

Y, finalmente, fue el propio decoro y las buenas apariencias quienes empujaron al Concejo a ordenar que "porque se halla que los domingos e fiestas van muchos vagamundos e otras personas a las tavernas de mañana a bever e comer, que porque Nuestro Señor es deservido en ello, que de aquí adelante ningún tavernero no dé lugar nin consienta que coman nin bevan en su taverna fasta que sean salidos de Misa mayor, so pena que caya en pena el tavernero de seiscientos maravedís por cada vez".


TEJEDORES, ALBARDEROS, CALCETEROS Y JUBETEROS

En el Madrid medieval los diversos gremios relacionados con la confección se agruparon en el arrabal de San Ginés, que se extendía a ambos lados de la calle del Arenal. Algunos nombres del callejero -aunque puestos con posterioridad a esta época- todavía conservan el recuerdo de estos gremios: Bordadores, Coloreros. Otros ya lo han perdido: Boteros (actual Felipe III), Portales de Paños, de Cáñamos y Sedas, de Sedas e Hilos (en la actual Plaza Mayor). Y otras calles más, aunque su nombre nunca lo indicó, también sirvieron para su alojamiento: calle Mayor, en su primer tramo, junto a la Puerta del Sol.

El Concejo, en 1489, intentó controlar la calidad de los artículos que se confeccionaban: "Que todos los alvarderos sean tenidos (...) las alvardas que hizieren, así grandes commo pequeñas, de las hazer de buena xerga (tela gruesa y tosca) e tortillo que no tenga pelota (pelo de cabra usado para relleno), so pena quel que lo contrario hiziere, pierda las alvardas (...) y más (pague) sesenta maravedís por cada alvarda (...). Otrosí (...), que los texedores sean tenidos (...) a texer la xerga o tortillo o sayales o pañete o pelote, cada cosa por sí (...) e que no mezclen con cosa dello la dicha pelota, la cual se labre por sí (...), y quel texedor que lo texere mezclado (...) que pague en pena los dichos cinco mil maravedís por cada vez". Y, con respecto a los fabricantes de calzas y jubones, dispuso "que ningún calcetero nin jubetero non sea osado dechar en las calzas e otras cualesquier ropas que hiziere, ni calzas de mujeres, enforros por mojar, so pena que pierda las calzas o otra qualquier ropa".

Los paños, por otra parte, habían de tejerse ajustándose a unas medidas estipuladas -patrón o "marco"-, las cuales se tenían que indicar, mediante una señal, en cada paño; y "si después lo texeren de menor marca, que paguen por cada vara (de menos) cinco maravedís de pena".

Sin embargo, estas ordenanzas no consiguieron evitar los conflictos: el dueño del paño lo entregaba primero a los tejedores y luego a los bataneros -que lo golpeaban para desengrasarlo y darle cuerpo-; y, si su confección final no era correcta, los unos y los otros se culpaban mutuamente. El Concejo hubo de mediar en 1495, pues "algunas personas (...) que davan a texer paños, recebían engaño e daño así en el texer del paño commo en el batanar, e que después los texedores dezían que era culpa de los bataneros e los bataneros dezían que era culpa de los texedores; e aun (...) avía otro mayor engaño: aquel paño que era dozeno o catorzeno (de 12 ó 14 varas) dezían que era diez e seizeno o deziocheno e non ponían señal en ellos que fuesen ciertas, e desto recebían grand daño los señores de los dichos paños".


ZAPATEROS Y BORCEGUINEROS

Éste era uno de los oficios que el Concejo arrendaba a los artesanos correspondientes ("obligados"). Los precios de las distintas labores se fijaron en 1483. La más cara -110 maravedís- correspondía a los "borceguís de cordován (piel curtida de cabra) de todos los colores", y la más barata -7,5 maravedís-, a los "zapatos más pequeños, de niños e niñas". Entre ambos precios extremos estaban los correspondientes a "borceguís de vadana (piel curtida de oveja)", "zapatos de vadanas, buenas, que non sean merinas nin borrinas", "servillas (zapatillas) para con que se calcen los borceguís", "zapatos para mozas", y otros. Dos años después se revisaron estos precios, recabando "ynformación de oficiales de conciencia, sabidores de los dichos oficios". Como en el caso de los paños, también era obligatorio marcar la talla de cada zapato. Para ello, se ordenó "a todos los zapateros (...) que, acabado de hacer los zapatos, antes que los quiten de las manos, con hierro que señale bien (...) pongan en la suela de cada zapato por de quántos puntos lo señalan (...), y que qualquier zapatero (...) que los hallaren sin escribir (...), los pierda (...) y más doze maravedís de pena por cada zapato".

En lo referente a la calidad del calzado, se ordenó "que ningund zapatero (...) non sea osado de cortar nin hazer ningún calzado de pellejos de merinos e borrinas nin los vender a ninguna persona por ningund precio". Y que "ningund zapatero labre nin cosa ningund zapatro con navajada (...), e quel veedor -oficial real con funciones de inspección- asimismo non herretee ningún cuero que las tenga, so pena quel zapato que se hallare tener las dichas navajadas que se queme públicamente". En ocasiones tal amenaza no llegaba a cumplirse, como aquella vez que "dixeron, que commo quiera quel dicho calzado por la ordenanza se manda quemar, que a la tarde se saquen (los zapatos) por cuenta de los dichos zapateros, e se pregone que a la tarde vayan los pobres que uviere a la plaza del Arraval (...), e que se den por el amor de Dios".

Los documentos de la época nos permiten conocer la identidad de varios zapateros madrileños de la segunda mitad del siglo XV: "Pero González, Pechos de Oso, e (...) Francisco, borceguinero, e Alonso Najaranco (...), e Pedro de Córdova e Alonso de Xetafe e Tomás".


 

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